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Respuesta a Verna

  • Pablo Montosa
  • 18 abr 2016
  • 17 Min. de lectura

**Puedes ver qué le escribió Verna a Pablo en los comentarios de esta entrada: http://eloquoraude.wix.com/misitio#!La-gelosia-en-Spinoza/c21kp/56d46d0d0cf20d226f184928 **


Hola Verna!


Muchas gracias por tu comentario. Iba a contestarte a renglón seguido con otro comentario, pero me fui enmarañando y al final he decidido publicarlo como una entrada a parte para que no parezca la respuesta de un loco, aunque probablemente lo parezca igualmente.


Me parece muy interesante lo que dices de la “compersión” y voy a aprovechar para tratar algunas cuestiones que surgieron durante la sesión del trabajo de final de grado concernientes al uso que hace Spinoza de las palabras en la Ética, y en particular en las definiciones de los afectos, que me parecen importantes, pero que, lamentablemente, no creo que tenga espacio para incluirlas en el trabajo. Además, creo que casi es más productivo escribirlo aquí porque es más fácil recibir “feedback” en este formato.


Yo no descubrí el término “compersión” hasta que empecé a leer sobre amor libre y poliamor. Sé que es un neologismo utilizado por los teóricos del amor libre y me parece que de creación bastante reciente, pero desconozco por quién fue acuñado. Si tienes más información al respecto, te agradecería mucho si me pudieras ayudar.


La definición estándar del término, prescindiendo de los matices que pueda recibir en la obra de este o aquél autor, es la que aparece en Wikipedia:


“Compersión es un estado empático de felicidad y deleite experimentado cuando otro individuo experimenta felicidad y deleite. Puede identificarse algunas veces como el orgullo que sienten padres por los logros de sus hijos o la propia excitación por los logros de amigos. Es usualmente utilizado para describir cuando una persona disfruta de sentimientos positivos cuando su amante disfruta de otra relación. Es el opuesto de los celos”.


Efectivamente, creo que, como bien dices, este término describiría de forma bastante adecuada el afecto innominado que Spinoza señala en el escolio de la prop. 22, libro III, etc.


Para los que no estuvieron en la sesión del otro día, repetiré brevemente el recorrido que lleva a Spinoza a la definición de dicho afecto: el amor es el afecto que sentimos hacia aquello que asociamos como causa de nuestra alegría; y el odio, el afecto que experimentamos hacia aquello que nos produce tristeza. A su vez, la alegría es el afecto que experimentamos cuando aumenta nuestra potencia de obrar; y la tristeza es el afecto que experimentamos cuando ésta disminuye. Por tanto, podemos decir que la alegría se opone a la tristeza como el aumento a la disminución. En la oposición alegría-tristeza estaría la oposición fundamental de la que se derivan el resto de oposiciones.


Es así que a la tristeza o alegría que nos produce una cosa exterior se le añade la tristeza o alegría que puede experimentar esa misma cosa.


Con lo cual ya tenemos una doble oposición: la alegría-tristeza que nos causa X, la alegría-tristeza que experimenta X.


De esta doble oposición salen cuatro combinaciones posibles, cada una de las cuales definirá un afecto:


1.- La alegría que experimenta aquello que nos produce alegría (o sea, aquello que amamos) nos produce a su vez alegría, y este afecto alegre, según Spinoza, no tiene nombre. Pero nosotros podemos llamarlo “compersión”.


2.- La tristeza que experimenta aquello que nos produce alegría (o sea, aquello que amamos) nos produce a su vez tristeza, y a esta pasión triste Spinoza la llama conmiseración (que no es buena, porque es triste).


3.- La alegría que experimenta aquello que nos produce tristeza nos produce tristeza, y a esta tristeza Spinoza la llama envidia. Envidiamos a alguien cuando nos entristecemos por sus alegrías.


4.- La tristeza que experimenta aquello que nos produce tristeza nos produce alegría, y a esta alegría Spinoza la llama también envidia. Es el reverso positivo de la envidia, por así decirlo.


Entonces 1 y 2 se oponen a 3 y 4 en el afecto que nos despierta la cosa que a su vez experimenta alegría o tristeza. Mientras que 1 se opone a 2 y, respectivamente, 3 a 4, en el afecto que experimenta la cosa misma que amamos u odiamos.


En este sentido, tanto la compersión (1) como la conmiseración (2) se opondrían a la envidia (3, 4). Pero la compersión (1) se opondría a la conmiseración (2) en la medida en que una es alegre y la otra triste.


En todo caso, a diferencia de lo que podemos leer en la definición que antes he citado, la “compersión”, según Spinoza, se opondría a la envidia, no a los celos, o mejor dicho, se opondría a los celos en la medida en que se opone a la envidia, ya que los celos es un afecto compuesto entre amor-odio y envidia, a saber: una pasión que se bifurca entre, por un lado, el odio que sentimos hacia aquello que amamos por el hecho de que prefiera a otra cosa por encima de nosotros y, por el otro, la envidia que nos despierta la cosa amada o preferida por aquello que amamos. Es así que los celos implican envidia, pero la envidia no tiene por qué implicar celos. La definición de los celos incluye a la definición de la envidia, pero no a la inversa. Esto sí que lo trataré más extensamente en el trabajo.


Respecto a lo que dice Spinoza sobre que dicho afecto no recibe nombre por él conocido, me gustaría decir alguna cosa.


Personalmente, creo que “compersión” se ajusta bastante bien al afecto que él define. Pero me parece un tanto sorprendente que no encuentre ninguna palabra en su vocabulario para definirlo, aunque fuera de manera aproximada, cuando podría decir, por ejemplo, “celebrātiō” o “congrātŭlātĭo”, cuyos significados se han mantenido prácticamente idénticos en el castellano actual. Según María Moliner, “congratular” es “expresar una persona a otra su satisfacción por algo bueno o agradable que le ha ocurrido: ‘Todos le [o se] congratulaban por el éxito de su novela’”. Pero también “se emplea el mismo verbo para realizar la acción que expresa: ‘Me congratulo de que el accidente no tuviera consecuencias’”. Y “celebrar”, según la misma autora, en su cuarta acepción, expresa el acto de “alegrarse de cierta cosa grata o beneficiosa para otra persona”, como, por ejemplo, cuando alguien celebra la victoria de un equipo de futbol, aunque normalmente se asocie más bien a actos solemnes o a festividades consagradas.


Lo que sí que no existe es una palabra para designar el afecto opuesto a los celos; afecto que, tal y como lo define Spinoza, no coincide con la compersión, como ya hemos visto, ya que ésta se opondría más bien a la envidia. De hecho, como los celos son un afecto tan complejo, podrían dar lugar a tantos afectos opuestos como factores intervienen en su composición. A bote pronto, se me ocurren dos posibles afectos que en cierto modo se opondrían a los celos; y serían, por cierto, bastante raros.


Sea lo que fuere, yo no me puedo quitar de encima la sospecha de que, en realidad, Spinoza deja a este afecto deliberadamente huérfano de nombre para resaltar una cuestión mucho más importante: que la palabra no es la cosa definida.


Una de las claves, a mi juicio, de la lectura de la Ética, que, a primera vista, puede resultar tan árida, es esta distinción tan clara entre palabra y concepto (distinción que después recogerán los neokantianos).


La palabra es una imagen en sentido amplio, una percepción (auditiva, visual, olfativa, etc.). La palabra es un cuerpo, un estímulo corporal codificado mediante el cual establecemos una asociación con otra imagen o percepción. Por ejemplo, la imagen auditiva “pomum” nos trae a la cabeza la imagen visual de una manzana.


Pero la idea no tiene nada que ver con la palabra, ni, por extensión, con el cuerpo.


Las definiciones son definiciones de ideas, no de palabras ni de sus usos. Y las ideas no se extraen de la experiencia, de los cuerpos, de las percepciones sensibles, sino de otras ideas de las que se deducen como axiomas.


En el caso de los afectos, como ya vimos, se deducen de una idea muy simple: todo puede cambiar o permanecer igual. Lo que cambia puede aumentar o disminuir. No hay nada que sea causa de sí mismo salvo Dios (o sea, el universo mismo). Luego, la causa del cambio ha de ser ajena a la cosa que cambia. Sentiremos amor hacia la causa del aumento, o sea, de la alegría, y odiaremos la causa de la disminución, etc. Pero llamamos a este aumento “alegría” de forma aproximada, basándonos en el uso cotidiano que hacemos de esta palabra. La palabra no define la cosa, sino la idea, que es expresión de sí misma, y no de otra cosa. Y, en este sentido, la palabra no es más que una suerte de mapa que nos permite orientarnos en esta realidad eidética sin agotarla. Entre palabra e idea se abre un espacio que albergará a las ideas inadecuadas.


Ahora bien, este décalage, este espacio que se abre entre la idea y la palabra, entre la idea y el cuerpo, es de la máxima importancia para Spinoza. Y aquí es donde de hecho se jugará todo el componente político de la Ética.


Como hemos dicho, la palabra es una imagen, una percepción, un cuerpo (pues un cuerpo no es otra cosa que un haz de percepciones o imágenes). Y las imágenes se asocian unas con otras según el orden de los cuerpos: si cuando a mí me dicen árbol veo un pino y no una palmera, tiene que ver con mi cuerpo y las percepciones y cuerpos de los que me he rodeado. El hecho de que vea un pino y no una palmera depende de átomos chocando unos con otros, por decirlo con un anacronismo. Pero no hay nada en la idea árbol que me lleve a pensar en un pino más bien que en una palmera.


Lo que sucede es que muchas veces importa mucho más el entramado de asociaciones que conlleva consigo una palabra que la idea que supuestamente expresa.


Estamos en el mundo de la publicidad.


¿Quién sabe lo que quiere decir “parabeno”, “PH neutro”, “ecológico”, “biológico”, “científicamente testado”, “natural”, etc.? En los paquetes de bacalao últimamente puede leerse “gadus morhua”. Pero “gadus morhua” no quiere decir otra cosa que “bacalao”, es el nombre latino para designar al bacalao común. Lo que pasa es que precisamente nuestra ignorancia del latín le da al bacalao un aire de prestigio; incluso es como si lo contaminase con el aire científico de su denominación. No importa en absoluto el significado de “gadus morhua”, sino el entramado de asociaciones en el que nos instala. Es como si estas palabras, por decirlo en términos benjaminianos, estuvieran cargadas de ‘aura’. Si yo digo “Hitler” todo el mundo pensará en el dictador alemán, aunque me esté refiriendo al señor Hitler, joven empresario afincado en Bremen cuya máxima ilusión es que la marca de los deliciosos caramelitos para niños que está fabricando lleve su nombre. Ningún publicista se lo recomendará, claro está, porque Hitler no es simplemente un apellido.


Pongo otro ejemplo extraído de la publicidad que tengo ahora mismo delante. En un brick de leche de avena “ecológica” leo lo siguiente: “¿Sabes qué quiere decir sin aditivos?” ¿Cómo voy a saber lo que quiere decir sin aditivos? En todo caso tendré que saber lo que quiere decir aditivos. Pero, un momento, que nos dan la definición: “Favorece una alimentación más sana y natural” (¿hola?). Y a renglón seguido: “Los aditivos no tienen propiedades naturales esenciales”. Se nos dice que no es un aditivo, pero no lo que es, porque no importa. Además, ¿qué no tiene propiedades naturales esenciales? ¿Hay algo que tenga propiedades naturales accidentales? ¿Y qué es natural y qué no?


Naturaleza, cultura, esencia, accidente… Todos estos términos son básicamente (y esto creo que te puede interesar, de aquí todo este rollo) lo que Foucault llamaría dispositivos, o para ser más concreto, enunciados, o sea, dispositivos lingüísticos. La marca que un ganadero imprime con hierro ardiendo sobre la piel de la res no dice nada de ésta, sino que más bien nos advierte que no podemos apropiárnosla, conminándonos a actuar de cierta manera. Por eso, en un ensayo sobre el método genealógico, Agamben llama a estas palabras “signaturas”, firmas.


Las marcas no son términos que pretendan definir cosa alguna ni que se refieran a ningún objeto real, sino palabras que pretenden disponernos, o sea, disponer nuestro pensamiento o imaginación, de cierta y determinada manera. En el caso de la publicidad, orientar nuestra imaginación como un “autómata espiritual” para que establezca una cadena de asociaciones que guíen nuestro deseo.


Creo recordar que Deleuze dice que Foucault jamás pone un ejemplo de enunciado y que la única vez que pone uno simplemente dice: “AZERT”.


Foucault no desarrolla este ejemplo, pero resulta sumamente elocuente. En primer lugar, porque AZERT no es un término que describa una cosa, no es una idea que pretenda corresponderse con la realidad. AZERT es básicamente dos cosas: 1) las primeras letras del teclado francés; 2) las primeras letras que aparecen en todo método dactilográfico, o sea, en un manual para aprender a mecanografiar, como, por ejemplo, el método Pigier.


Es decir, que lo primero que hace “AZERT” es obligarnos a poner nuestros dedos en un teclado. El enunciado, pues, remite a una “visibilidad”, a la apertura de un espacio en el teclado de las máquinas francesas de escribir. “Enunciado” y “visibilidad” son dos caras de la misma moneda, dos órdenes inconmensurables que remiten a la misma cosa. Al mismo tiempo, lo que hay detrás de dicho enunciado es todo un entramado de fuerzas.


¿Por qué AZERT y no por ejemplo QWERTY? Pues porque las teclas en el teclado francés están dispuestas según la frecuencia que las letras tengan en esa determinada lengua. Si la letra “e” aparece más que la letra “z”, se dispondrá en el teclado de tal manera que los dedos más fuertes de la mano tengan más fácil acceso a dicha tecla por la simple razón de que tendrán que pulsarla más a menudo. Del mismo modo, las combinaciones más frecuentes del silabario se corresponderán a las combinaciones entre dedos más ergonómicas.


Tenemos, pues, dos órdenes de fuerzas. Por un lado, el de las atracciones o afinidades electivas que las letras sienten entre sí en una determinada lengua (en el sentido de que una “e” tiene más “fuerza” en el Scrabble o en el ahorcado que una “z”, porque es más frecuente); por el otro, las fuerzas de cada uno de los dedos de la mano y sus posibles combinaciones.


Dichas fuerzas, a su vez, se componen en un orden superior: uno productivo, el de la subjetivación; y otro destructivo, por así decirlo, el del poder.


El de la subjetivación da lugar al sujeto que aprende a escribir a máquina y que, en ese sentido, adquiere una potencia.


El del poder aparece cuando, por ejemplo, al usuario de una lengua se le obliga a escribir utilizando un teclado que ha sido diseñado teniendo en cuenta las frecuencias y repeticiones, o sea, las fuerzas, de otra lengua. Por ejemplo, un castellano-escribiente utilizando un teclado QWERTY o AZERTY deberá adaptar sus dedos a las frecuencias de las lenguas inglesa y francesa, respectivamente, y, en ese sentido, ahí se producirá un inconveniente, un proceso de dominación.


Pero también cuando la capacidad de escribir a máquina se inserta en un entramado alienante de relaciones de poder, en las que, por ejemplo, es el hombre o jefe de la oficina quien dicta, y la secretaria o mecanógrafa quien escribe para él. La subjetivación, entonces, se convierte en sujeción o subyugación.


Pues bien, creo que todo esto conviene tenerlo presente antes de abrir la Ética. Estaría bien que nos acercáramos a ella como si leyéramos el diccionario de Bierce.


¿Por qué Spinoza utiliza el término “Dios” para hablar de un ser absolutamente infinito y no más bien “naturaleza” o “universo”? Pues, precisamente, porque la palabra “Dios” es para Spinoza lo que para Foucault es “AZERT”: un enunciado, una marca, un dispositivo asociado a todo un entramado de tablas morales y códigos de conducta que nos determinan a actuar de cierta manera. De ese modo, asociando la palabra “Dios” a la idea o concepto de un ser absolutamente infinito y desantropomorfizado, lo que Spinoza pretende es irrumpir en este conflicto y quebrantar la cadena de asociaciones que lo caracterizan como un Dios personal que premia y castiga según sus pasiones y preferencias.


Todo término es un híbrido entre marca (o enunciado) y concepto (o idea). Todos ellos remiten a un determinado problema o conflicto y su definición o la idea que se le asocia tiene un componente político en la medida en que nos predispone a actuar de cierta manera.


Lo dicho puede extenderse a cada uno de los conceptos definidos en la Ética.


El concepto de “causa sui”, con el que empieza el libro, cobra toda su importancia en la medida en que remite al problema del libre arbitrio y, por extensión, al de la responsabilidad por las acciones cometidas y a la legitimidad de que éstas sean castigadas o premiadas.


Spinoza dirá: sólo hay una cosa causa de sí, y esa cosa es Dios (o sea, el universo absolutamente infinito). Luego, un individuo particular no es causa de sus propias acciones, sino que sigue necesariamente sus deseos y su libertad reside en poder llevar a cabo lo que desea sin obstáculos externos. Pero no en elegir desear o no desear una cosa. Por tanto, al no ser responsable de sus propios deseos ni de las acciones que necesariamente se siguen de éstos, tampoco es legítimo castigarlo por lo que no ha podido no hacer. Lo cual no implica tanto renunciar al premio o al castigo como deslegitimarlos: no diremos que premiamos lo que es justo y castigamos lo que es injusto, sino que consideramos justo lo que nos agrada e injusto lo que nos desagrada, y precisamente por ello lo premiamos o castigamos.


El concepto de “substancia”, por ejemplo, es otra marca o signatura. Las reticencias de Gassendi a afirmar que el espacio y el tiempo eran substancia o accidente no eran fruto del capricho de un escéptico. Para él, no son ni una cosa ni la otra. Para Newton, en cambio, son substancias. De ahí que se le acuse de teísmo.


La substancia es aquello que es causa de sí, o sea, aquello que no depende de otra cosa más que de sí mismo. Pero sólo Dios es causa de sí, o sea, el universo absolutamente infinito. Luego, ningún individuo singular lo es: se desubstancializa el mundo. No hay substancias ni accidentes, sino modos, relaciones.


Ello conlleva toda una nueva forma de ver el mundo. No hay individuos substanciales, tipo Pedro o Pablo, que permanezcan idénticos a sí mismos y a los que puedan atribuirse legítimamente responsabilidades, sino circunstancias, haces de relaciones y las pasiones que se derivan de éstas. No hay carácter, sólo estados de ánimo más o menos frecuentes o reiterados. La individualidad es tal afecto o pasión, cierta alegría o tristeza, placer o dolor, y sólo se hablará de individualización comparativamente: por el hecho de que soy yo y no tú quien ahora siente este dolor que me singulariza.


Eliminar la substancia del mundo implica también eliminar la moral. Uno no desea a las personas de su mismo sexo porque sea homosexual (substancia), sino que es homosexual sólo en la medida en que desea a alguien de su mismo sexo (modo). No odiamos algo porque sea malo, sino que es malo porque lo odiamos. En este punto Nietzsche y Spinoza son totalmente coincidentes: la moral, dirá Nietzsche, no es otra cosa que tomar el efecto por la causa, o sea, invertir el orden lógico. Es necesario, pues, producir una transvaloración de los valores que invirtiendo la inversión restituya las cosas a su orden natural.

Como yo no soy causa de mí, no soy causa de mis emociones, sino que éstas son efecto de una causa exterior. No tiene sentido, pues, que intente reprimir el odio que siento. Ello sólo servirá para caer en el remordimiento y redoblar la tristeza que ya siento añadiéndole una nueva causa de tristeza, la del odio a mí mismo. Lo que he de entender es que el odio no es causa sino efecto de una causa exterior que me produce tristeza y que, por tanto, para eliminar el odio he de eliminar aquello que lo produce.

Lo dicho sirve para toda pasión tanto alegre como triste y, por supuesto, también para los celos.


Y es aquí donde me gustaría llamar tu atención sobre un aspecto de la definición de “compersión” a la que antes me he referido y que me parece particularmente interesante. Me refiero al hecho de que para ilustrar qué es ese afecto se recurra en primer lugar, al “orgullo que sienten los padres por los logros de sus hijos”, algo que casi todos podemos imaginar, y sólo posteriormente, una vez ya han impresionado nuestra imaginación con este primer ejemplo, se hable de “la propia excitación por los logros de amigos”, un afecto tal vez menos frecuente. Sólo después se dice: “Es usualmente utilizado para describir cuando una persona disfruta de sentimientos positivos cuando su amante disfruta de otra relación”. Pero aquí ya no se habla de una emoción que podamos identificar como propia, sino a la forma en que es usado el término dentro del ámbito en el que ha sido acuñado, esto es, en el de los partidarios del amor libre y de las relaciones abiertas. Aunque el salto entre “lo que es” y “lo que debería ser” pueda parecer quisquilloso y sutil, creo que aquí se ve con claridad.


Comento esto porque, precisamente, la tesis del trabajo sobre el amor libre que quería hacer era la siguiente:


El mayor escollo para llevar a cabo relaciones abiertas, tal y como dicen la mayoría de teóricos del amor libre, son los celos (de ahí que haya pasado a estudiar los celos en Spinoza); y estos celos pueden eliminarse o reducirse de dos maneras: a) cuantitativamente, o sea, reduciendo la intensidad de la pasión amorosa (con lo que se optaría no tanto por el amor libre como por estar libre de amor, la postura ascética clásica); b) cualitativamente, o sea, haciendo que la naturaleza de dicho amor sea compatible con la “compersión”, que, en la medida en que se opone a la envidia, como hemos dicho, se opondría a los celos y se neutralizaría. Pues, bien, las notas “externas” que tendría dicho amor serían las que identificaríamos con el amor paterno-filial, el amor que siente el padre hacia el hijo y también, pero en menor medida, con el amor amistad (los dos primeros ejemplos de la definición).


Un padre no siente envidia porque su hijo tenga un amigo a quien quiera mucho o esté locamente enamorado de alguien que le haga feliz, sino que se alegra con su alegría.


Igualmente, un padre no tiene un sentimiento de posesión tan fuerte que necesite tener constantemente a su hijo a su lado, sino que muy bien se alegrará de que vaya a estudiar o a trabajar a las antípodas si cree que allí le ha surgido una oportunidad que le hará feliz (algo ya más problemático en el caso de las parejas sentimentales y, hasta cierto punto, en la amistad).


De ahí, como he dicho, que el amor paterno-filial se tome encubiertamente, o sea, no de forma explícita, como paradigma de las relaciones abiertas.


Pero el motivo de que el padre sienta esa compersión incondicional hacia el hijo es que no entiende que dicho amor rivalice con el amor que su hijo sienta hacia él.


Su hijo no va a querer más a otra persona en tanto padre, porque padre (o madre, quiero decir, claro está) no hay más que uno.


Lo que pasa es que este modelo de amor incondicional entre padres e hijos se basa, en realidad, en la familia tradicional monógama judeo-cristiana. Y, de hecho, es el mismo tipo de amor que los teólogos toman como paradigma para definir el “amor divino”, o sea, el amor que Dios siente hacia sus criaturas, el amor generosidad, o como lo llama Descartes, basándose, a su vez, en una distinción de Santo Tomás, el “amor de benevolencia”. En otras palabras: es el amor del patriarca. Pero el amor del patriarca no se opone en absoluto al sentimiento de propiedad. Antes al contrario, constituye más bien su exasperación, como el perro es más de su dueño cuando puede ir sin correa, porque siempre volverá a él. Es el mismo amor que Job sentía hacia sus hijos, los cuales Dios le restituye, junto a su ganado, su mujer y al resto de sus propiedades, por otros más fuertes y bellos.

Pero basta con eliminar las condiciones materiales que hacen que este sentimiento de propiedad esté fuera de toda duda, o sea, la estructura monoparental judeocristiana clásica, para que aparezcan de nuevo los celos.


Imaginemos que el padre se divorcia de la madre y la madre conoce a otro hombre que pasa a ser una figura paterna para sus hijos, alguien más bueno y cariñoso con los niños. Aparece, pues, el rival, y con éste, el padre empezará a experimentar celos hacia sus hijos.


Lo dicho implica una naturalización de los celos, no una justificación, sino todo lo contrario. Para justificar una cosa hemos de pensar en la posibilidad de que tal cosa pudiera no haber sido, sólo así se puede dar una razón de por qué ha tenido que ser. La justificación es el reverso fotográfico de la condena. Pero la naturalización se sitúa en el plano de la necesidad: aunque a todos nos fastidie la gravedad y nos gustaría ser un poco más ligeros, como un astronauta caminando por la luna, nadie pensará que Newton esté intentando justificarla.


Por supuesto, con esto no quiero decir que el amor libre, entendido como una relación amorosa sin exclusividad afectiva o sexual, sea imposible y sus partidarios unos farsantes. Pero sí que la estrategia que generalmente se propone para superar el escollo de los celos me parece equivocada. Principalmente porque parte de una mala comprensión de los celos y los entiende a partir del sentimiento de propiedad. Pero en Spinoza, que ha eliminado la substancia del mundo, y con ella, la propiedad, pues al no haber substancias no puede haber nada de lo que apropiarse, el sentimiento de propiedad no puede tener cabida: es una idea inadecuada. Los únicos atributos que conocemos de la única substancia existente son aquellos completamente inapropiables: la extensión, que es la misma para todo cuerpo, y el pensamiento, que no tiene dueño. No podemos apropiarnos ni de la extensión ni del pensamiento por la sencilla razón de que somos extensión y pensamiento. Es así que Spinoza explicará los celos no por el sentimiento de propiedad, sino por la dinámica interna de los afectos, lo que nos dará, creo yo, nuevas y más efectivas estrategias para evitarlos (siempre que las circunstancias externas nos lo permitan) más allá de substituir el amor romántico por una suerte de paternalismo amoroso.


Pero este último punto espero desarrollarlo más adelante en el trabajo.


Un saludo,


Pablo



 
 
 

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"Sapere aude!" exhortava Horaci, que vol dir: "atreveix-te a saber!". Des d’aleshores, aquesta ha estat una de les consignes de la filosofia. Nosaltres us convidem que en aquest espai exposeu i expliqueu als altres allò que us heu aventurat a saber; que arranquem la filosofia de la pols dels llibres. “Eloquor aude!”, doncs! Atrevim-nos a exposar

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